La Caja Mágica de Disney: Una experiencia magnífica en el Teatro Ópera

El Teatro Ópera anocheció ayer como un cofre de sueños a punto de ser abiertos. Y al correrse el telón, lo que se desveló no fue solo un espectáculo, sino un portal a ese rincón donde la infancia atesora sus más preciados anhelos. «La Caja Mágica» de Disney no es sólo un musical, es un conjuro que nos invita a sumergirnos en un caleidoscopio de emociones donde las lágrimas se confunden con la risa y donde la nostalgia se abraza a la esperanza.

No esperen encontrar aquí una reseña convencional, enumerando aciertos y desaciertos. Porque la magia, como el amor, no se analiza, se siente. Y lo que se siente en esta Caja Mágica es un cosquilleo en el alma, un nudo en la garganta y una sonrisa incontenible que se dibuja en el rostro, como cuando éramos niños y descubríamos un mundo nuevo en cada cuento.

Podría hablar de la impecable puesta en escena, de las coreografías vibrantes, de las voces que acarician el cielo o de los efectos visuales que nos transportan a mundos de fantasía. Pero sería como describir los ingredientes de una pócima sin mencionar su hechizo. Lo que importa aquí es la alquimia que se produce en el corazón del espectador, la chispa que enciende la imaginación y nos recuerda que, a pesar de todo, todavía creemos en la magia.

Hablaré, entonces, de las miradas cómplices entre los asistentes, de los susurros emocionados que se escapan entre las butacas, de los aplausos que estallan como fuegos artificiales al final de cada número. Hablaré de la niña que anoche volvió a creer en los sueños, de la adulta que recordó la importancia de la ilusión y de la periodista que, por un instante, dejó a un lado su pluma para dejarse llevar por el encanto.

Si buscan una crítica objetiva, no la encontrarán aquí. Pero si buscan un refugio donde reencontrarse con su niño interior, abran la Caja Mágica y déjense sorprender. Porque a veces, lo único que necesitamos para creer en la magia es atrevernos a sentirla.